viernes, 25 de enero de 2008

Messi, en el ojo del huracán.

Se dice que la española cuando besa es que besa de verdad. Pues bien: Lionel Messi, cuando juega, es que juega de verdad. Cuando pone la marcha, no hay quien le frene. Busca siempre el camino más corto al gol. Es letal. Devastador.

Es un tesoro a proteger, por el bien del fútbol en general. No nacen cada día, ni cada año, ni cada década, jugadores de su talento. Hay que protegerle (como a todos) de los defensas desaprensivos. Que los hay. No como años atrás, porque antes, sin televisión, los carniceros del área campaban a sus anchas, y se llevaban por delante todo lo que se movía fuera de lo normal. Un día, hace años, el más universal de nuestros escultores, Eduardo Chillida, nos contaba en una tertulia que había que penalizar a los defensas con el mismo tiempo de inactividad que el jugador que habían lesionado. Era la única manera de intentar evitar la violencia desproporcionada.

El gran escultor guipuzcoano hablaba con conocimiento de causa. Él era un extraordinario guardameta de la Real Sociedad, una de las mayores promesas del fútbol español, hasta que una tarde, un delantero del Madrid fue a su caza y acabó con su carrera futbolística. El destino quiso que perdiéramos un gran portero pero ganáramos al mejor escultor de todos los tiempos. Y es que en aquellos años de la posguerra, algunos delanteros eran tan o más verdugos que algunos de los caciques del área.

Los viejos socios barcelonistas (al igual que de otros clubs ) recuerdan todavía algunos casos sangrantes. Uno, a finales de los años cuarenta, cuando el Barcelona del uruguayo Enrique Fernández arrasaba en el campeonato. En tres años, dos ligas. Fernández trajo tres argentinos, los tres delanteros y buenísimos: Florencio Caffaratti, Marcos Aurelio y Mateo Nicoláu, éste último de origen mallorquín. Eran una maravilla, sobre todo Florencio, que regateaba y chutaba como nadie. Duró menos que un pastel a la puerta de un colegio. Una tarde, en un Barcelona-Español, Florencio armó el taco y levantó los olés continuados de las gradas. Un defensa españolista durísimo, acabó con la carrera deportiva de Florencio para siempre. Ya nunca más llegó a ser lo que había sido.

Otro caso bárbaro, con Kubala como protagonista. Jugaban Barça-Athletic de Bilbao y Laszy tenía la tarde inspirada. Regateaba a uno, a dos, a tres. A todos los que se le pusieran por delante. Incluso esperaba a alguno que se levantara del césped para volverle a regatear. (Hay que decir que a Kubala, a veces, le gustaba provocar con el balón y los codos). En una de las jugadas, un ariete del Athletic de Bilbao, cruzó todo el campo y cuando Kubala se encontraba junto al córner, recibió una patada tan tremenda que de la camilla fue directo al quirófano. Tres meses sin jugar

De éstas jugadas, en todos los campos se han visto y vivido, y no hay ningún club que pueda decir de esta agua no he bebido y0. Ni el Barça. Defensas como Biosca/Gallego/Eladio/Migueli....los ponían por corbata a los rivales. El que diga lo contrario, es que su fanatismo le enciega.

Ahora, el gran peligro que corre por los campos españoles es Lionel Messi. Su forma de jugar, de regatear, de encarar (y hasta su picaresca) le convierten en caldo de cañón. Actualmente, la multitud de cámaras condiciona más a los defensas, pero los siguen existiendo que se olvidan del mundo que les rodea, se les cruzan los cables, y se llevan incluso a su padre por delante.

Messi, por su juventud, quizá no es consciente del peligro que corre su espectacular y maravillosa forma de jugar.

Pero Messi necesita, además, de otra protección. La externa. La de los que apuntan y señalan. Y la de los envidiosos. Messi ya ha entrado en el cielo de las envidias. Por varias razones. Messi es un autodidacta. A nadie le debe nada. Fichó por el Barça más por insistencia suya y de su padre que por acierto de los ojeadores del club. Ahora, todo el mundo lo ha descubierto. Pero lo cierto es que fue él y su padre quienes (a través de Minguella) llamaron a la puerta del Barça de forma reiterativa. Rexach dijo sí, como podía haber dicho no. Una vez fichado, en las categorías inferiores era ya un espectáculo. Un matador del área. Pero seguían sin creer demasiado en él. Argumentaban su escasa estatura para triunfar, aunque ya estaba sumergido a un tratamiento hormonal para traspasar la barrera del 1,50 a la que parecía destino. Las hormonas le ayudaron a crecer un poco más. No lo suficiente para que el cuadro ténico azulgrana siguiera confiando en sus posibilidades. Fue la llamada de Pekerman, su éxito personal en el Mundial-Sub-20, lo que le abrió las puertas del Gamper. Y la armó. Sólo faltó aquella noche que Fabio Capello le dedicara los mayores elogios para que Txiki/Rijkaard y la directiva reaccionaran, entre otras cosas, porque ya tenía un pie en el Espanyol.

Messi se ha convertido en un pequeño gran gigante en el Barça. Pero aún así y todo, le pasan facturas. Ya denuncié el otro día el impresentable artículo de Johan Cruyff sobre el argentino pidiendo para él una sanción. Y cuando Cruyff apunta, es que la directiva, sino apunta, anota. Y es que digan lo que digan, al igual que Ronaldinho, no es santo de la devoción de ellos. Porque no es "su fichaje". Y esto funciona así. En el caso de Cruyff no es de extrañar. Nunca ha querido ni argentinos ni brasileños en sus equipos. Siempre les ha tenido celos. Basta repasar su historial. En sus ocho años como entrenador del Barça jamás tuvo un argentino en su plantilla. Y eso que tuvo de todo, incluso novios y maridos de sus hijas. Pero argentinos, ninguno. Y brasileños tuvo dos, y casi más por imposición que por devoción. Y los dos le duraron nada. Aloisio fue un defensa de paso, y Romario, pese a su excepcional rendimiento goleador, no sobrevivió el año y medio como azulgrana. Cansado de Cruyff, se fue uno de los brasileños más letales que ha tenido el Barça.

Ahora, el objetivo es Lionel Messi que, para colmo, se entiende bien con Ronaldinho y Deco, lo que en el Barça está penalizado. De momento, por una escapada de veinticuatro horas a Qatar, ya ha sido amenazado. Lo nunca visto. Y es que Messi, además de tener que vigilar a los desaprensivos zagueros que le toquen en turno, tendrá que estar con los ojos bien abiertos a los mandamientos de Cruyff. Porque en el Barça, para Laporta y su junta, no hay otro mandamiento que el que firma el profeta. Y Messi, a sus veinte años, ya está en el ojo del huracán.